Galería de corazones condenados

Por Alejandro Baravalle
El terror psicológico, el humor negro, el horror sobrenatural y la apocalíptica sensación de vacío existencial de la posverdad son los motores que ponen en marcha a las oscuras narraciones de 25 noches de insomnio, el nuevo libro de Marcelo di Marco.

Marcelo y Nico
“Cualquier relato de 25 noches… podría guionarse para Black Mirror
o La dimensión desconocida”.
Nicolás Amelio-Ortiz, director de cine.
Regan grita, llora, se golpea contra la cama. Parece una muñeca de trapo sacudida por una invisible niña histérica. Mientras la señora MacNeil se desgarra en la impotente contemplación de su hija, el médico toca timbre. El ama de llaves le abre, y entran juntos a esa habitación helada donde sucede algo difícil de explicar. Frente al grotesco panorama, al médico se le abren los ojos y la mandíbula. Le resulta imposible dar un paso al frente. Y yo, siempre que vuelvo a esa escena de El Exorcista, pienso que él lo sabe. En lo más hondo de sí, intuye la verdadera naturaleza de aquello. Sabe que no se trata de una mera enfermedad. Al menos, no en el sentido que hoy solemos darle a la palabra.
Al final, inyección en mano, el médico se acerca a Regan. Camina con la cabeza gacha, sin mirarla a los ojos. Por eso le resulta imposible anticipar el poderoso golpe que el demonio termina por asestarle.
A menudo, los personajes de Marcelo di Marco replican la actitud de este médico, y reciben algo mucho peor que un golpe.
Sabemos que el Mal no existe. Al menos así lo afirman o sugieren los psicólogos, psiquiatras, sociólogos, antropólogos, pedagogos etc. La adecuación o “normalidad” de una conducta es tan absolutamente relativa como la verdad, por lo que existen tantas morales como culturas. Mejor aún: cada individuo puede confeccionarse una moral “a la carta”, y ahorrarse el inconveniente de considerar al prójimo.
No por casualidad en los cuentos de 25 noches de insomnio abundan los terapeutas —cada uno con sus métodos, que abarcan desde la mera inverosimilitud al más franco delirio—. Di Marco parece sugerir que los actuales encargados de nuestra salud mental constituyen, en realidad, un relevo de los mad doctors que poblaron las pantallas de cine durante los 50. Véase si no La mente humana es capaz de todo, relato que impresionará al lector más curtido y concentra todo el sabor de las primeras películas de Cronemberg. También debo mencionar aquí a ese delirante ejercicio de inquietud y paranoia titulado El cerebro de Kennedy.
En este académico bestiario no podían faltar los psicoanalistas, esos conservadores victorianos que un día hablan de sexualidad infantil y al otro de represión —suerte que el mundo sigue progresando, y hoy tenemos activismo pedófilo—. El cuento La bolsa de arpillera apela a un mecanismo clásico de la literatura fantástica —piénsese en Sennin, de Ryunosuke Akutagawa—; más allá del eficaz argumento, su gloria reside en el grupo de “lacanianos” que lo protagonizan. Imperdible.
Ya habrá intuido el lector la vena satírica de 25 noches, y la magnitud del correctivo que Di Marco dispensa a los profesionales de la mala salud. Pero ese trato se percibe casi amable en comparación al que padecen los cultores amateurs del progresismo buenista. Varios relatos de este libro me llevaron a pensar en el grotesco criollo, aquel primo salvaje del costumbrismo que tiene en La Nona a su exponente más recordado. En varios de los cuentos de 25 noches…, el rol que en ese género ocupaban los inmigrantes se desplaza a los social warriors, caricaturas humanas que no se hacinan en los humildes conventillos sino en los bares de Palermo. Estos engendros tampoco hablan ya la jerga del cocoliche, aquella mutación espontánea surgida del contacto entre idiomas romances, sino la verborrea inclusiva del political correctness, psicótico intento de pluralidad antiimperialista propalado con toda deliberación desde Estados Unidos. La patrulla de los chimpances, El justiciero de Palermo Soho, La Bruja o El tejido social está cada vez más hecho pelota indagan lo más profundo de esas almas bondadosas, tan sensibles a la visión de los pobres que deben eludirla refugiándose en barrios caros.
Hay también narraciones muy sutiles, menos orientadas al humor: Delivery, La víctima o Nunca la soledad fue tan oscura no tolerarían una lectura desatenta. Aportan variedad al libro, sin desentonar en absoluto. Igual sucede, ya en un espíritu más pulp, con el lovecraftiano Lo que acecha bajo el sótano.
En El caso del jacuzzi rojo y el arcón de los recuerdos, y con mayor énfasis en la demencial Fábula de la Condesa Roja y Abdul Alhazred II, se nos confirma, al mejor estilo blackmirroriano, que el tejido de las redes sociales también está hecho pelota.
Quien conozca la obra anterior de Di Marco no extrañará sus escenas de casi insoportable brutalidad. Mencionaré dos, que resaltan desde lo estilístico: Papilla —título estampado con una precisión siniestra— recurre al monólogo interior, ignorando toda sintaxis. En La vez definitiva, en cambio, se advierte para bien esa “rudeza estilística” que el propio autor le atribuye en sus comentarios finales —este es uno de sus primeros escritos—. Pocas veces leí algo tan brutal: uno de los tantos relatos de Di Marco, y aquí considero todos sus libros, que se sostienen por la “mera” escritura. En manos de un autor menos hábil, esta impresionante tragedia hubiese quedado reducida a una anécdota escabrosa sin mucho sentido.
Si bien La mayor astucia del demonio es menos satírico que 25 noches… resulta evidente que los dos se ocupan de la presencia —y el avance— del Mal en la vida cotidiana. Con una diferencia o matiz: si en LMADD las manifestaciones diabólicas conservaban algunas reminiscencias tradicionales, y muchos personajes cierta consciencia moral —aunque más no fuera la implicada en el propio temor—, 25 noches… asume por completo nuestro presente distópico, en la que lo malo se ha convertido en lo bueno y viceversa. El apocalipsis es ahora, y el Mal no constituye precisamente la excepción. Vivimos en el infierno, y nos dedicamos a salvar ballenas o a festejar el último Oscar otorgado al último bodrio sobre alguna minoría oprimida. Así, convertimos el velorio de Occidente en una fiesta.
Por fortuna, para exponer la desintegración de la humanidad entera y de su destino, este libro no enarbola discursos solemnes ni mucho menos nos abruma con retratos “comprometidos” de esa pobreza que todos ya conocemos, aunque más no sea por las redentoras estampitas que adquirimos en el tren. Igual que Poe, Lovecraft, Hitchcock, Tourneur o Carpenter, Di Marco deja los retratos en manos de los pintores, y elige contarnos historias. Y las cuenta con gran oficio y talento.
Recuerdo otra escena de El Exorcista: el padre Merrin arriba a la casa de los MacNeil. El inexperto Karras quiere ponerlo al corriente respecto al caso, y empieza a mencionar los diferentes demonios que han declarado habitar a Regan. Merrin lo corta en seco, y dice:
—Sólo hay uno.
Idéntica rectificación —me atrevo a asegurar— aplica a los variopintos demonios que se nos presentan en 25 noches…. Cada uno de estos cuentos, a su manera, reafirma esa unicidad del Mal aseverada por el padre Merrin. Y el lector de este libro, al igual que el aterrado y valiente Karras, avanza hacia un lugar muy semejante a la habitación de Regan. Allí donde lo aguarda una cosa inexplicable, convocándolo con su propia repelencia. Una cosa que siempre estuvo allí, y que nunca morirá del todo.
Y usted ya cierra sus dedos sobre el picaporte. Percibe el halo de un frío imposible, y le llegan los estertores de una inhumana respiración. Y claro que tiene la opción de abandonar la lectura, apartar el libro de su vista, ponerse a mirar televisión y tratar de olvidar el asunto.
Pero sabe bien que, a estas alturas, esa no es una opción real. Ya ha caído en la trampa —en estas veinticinco cautivadoras trampas—, y no podría seguir viviendo sin saber qué hay al otro lado.
Entonces abra, curioso lector, abra esa puerta de una vez. No irrite la paciencia de aquel que lo está esperando.
Al fin de cuentas, su intuición le dice que se trata de un viejo conocido.